Rubén Castillo, Murcia, 1966. Profesor de literatura y crítico literario. Los ocho que ha publicado hasta la fecha cubren géneros tan diversos como el cuento, la novela, el artículo periodístico o el ensayo.
Ha obtenido media docena de premios por sus relatos, así como dos galardones por sus novelas cortas: el premio Gabriel Sijé (Reina María) y el Ateneo de Valladolid (La mujer de la mecedora).
Vive en Molina de Segura y tiene dos hijos.
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Pregunta.- Te defines como profesor de literatura, crítico literario, escritor, padre de dos niños y bebedor compulsivo de café. No sé si el orden es el correcto, pero creo que falta lector pertinaz.
Respuesta.- El orden no es correcto, por cuestiones sentimentales. Lo primero que soy es padre de dos hijos... y luego todo lo demás. En ese bloque secundario el orden depende de los días. Hay jornadas en las que uno se levanta con ganas de escribir, con ganas de dar clase, con ganas de comentar libros ajenos. El impulso es variable. Y lo de lector pertinaz te lo acepto con agrado. Ten en cuenta que yo me he criado prácticamente en una biblioteca. Mi infancia transcurrió en compañía de mi tía Esperanza, que era bibliotecaria en Blanca. Yo hacía los deberes del colegio en las mesas de la biblioteca, y me aficioné a leer también allí. Agatha Christie, Enid Blyton, lo típico. Luego llegaron Saint-Exupéry con su Principito y Juan Ramón Jiménez con su Platero. Y de ahí en adelante ya no paré. Es raro el año que leo menos de cien o ciento veinte libros.
P.- Aún sin haberlas visto, estoy enamorado de dos bibliotecas: la de Antonio de los Reyes y la de Luis Alberto de Cuenca- y con ello no quiero olvidarme de la de mi amigo Jesús Maeso, que más que libros contiene un obstinado trabajo de recopilación-, tal vez debería añadir la de Rubén Castillo a mis amores platónicos.
R.- Pues a tu disposición está, lo sabes de sobra. Por suerte, la casa que tengo en Molina dispone de un garaje inmenso, que estoy habilitando como biblioteca. Por mi trabajo como crítico literario, las editoriales tienen la amabilidad de irme enviando obras y más obras; y las que me regalan los amigos que van publicando; y las que yo compro... Es un río amazónico y constante de entradas en casa. Debo tener unos siete mil volúmenes, pero dentro de diez años serán posiblemente el doble. Estoy dispuesto a tirar el sofá, las cuberterías y hasta la mesa del comedor, pero los libros caben todos. Parafraseando la conocida sentencia de Jesús, podría decir: “Dejad que los libros se acerquen a mí”.
P.- ¿Es el lector una especie en vías de extinción?
R.- No, no lo creo. De ninguna manera. Hace unos días conversaba con Francisco Giménez Gracia, amigo entrañable y Director General del Libro, Archivos y Bibliotecas, de este asunto, y ambos nos mostrábamos convencidos del aura de prestigio que rodea al “objeto libro” (llamémosle así). Ni los soportes electrónicos, ni nada que pueda venir, alcanzará a eliminar la mística indescifrable de las hojas impresas. De hecho, los socios de las bibliotecas aumentan año tras año, y las cifras de venta de libros no disminuyen. Al contrario, crecen. La gente tiene muy claro que puedes leer dos, tres, diez veces un poemario de Pascual García o una novela de Luis Leante, pero que si intenta hacer lo mismo con un partido de fútbol se aburrirá mucho antes. El lector es alguien cuyo espíritu se aquilata con las obras que va leyendo. El lector se hace espiritualmente fuerte con la lectura; y ya explicó Charles Darwin que los individuos más fuertes son los que sobreviven al final.
P.- Supongo que mientras existan colegios, institutos y demás instituciones enseñantes, y en ellas profesores como el profesor de tu novela Las grietas del infierno- y siga publicando ediciones críticas de Juan Ramón Jiménez- los lectores estaremos salvados y no nos veremos obligados a leer las etiquetas de los champús o utensilios de limpieza del aseo.
R.- El libro es inmortal. Su magia no puede ser explicada en una pizarra (como tampoco puede ser explicada la magia del amor o la de la muerte), y eso lo rodea de hechizo. Los libros nos ayudan a muscular nuestra imaginación y a agrandar nuestra fantasía. Y no conviene que olvidemos que, sin la imaginación y la fantasía, seguiríamos desollando ciervos en el interior de las cavernas. Son la imaginación y la fantasía las que, aunándose, han generado la curiosidad. Y la curiosidad es el carburante del espíritu humano. Los libros alimentan la curiosidad, nos regalan mundos nuevos en cada obra, nos muestran las palabras y los rostros de seres que alguien ha inventado para que nosotros los conozcamos, y eso es increíblemente hermoso. A un viejo fracasado, manco y pobre, se le ocurrió modelar con su fantasía a un tipo llamado Alonso Quijano, y desde entonces el mundo es diferente. No conviene que olvidemos ese detalle.
P.- Tu novela, con detalles de humor muy fino, es desgarradora. Decía en el comentario que sobre ella escribí que no sabía cuánto hay de realidad y cuanto de ficción. No sé si el autor nos lo puede aclarar.
R.- Los hechos que cuento no son autobiográficos, pero sí son reales, o al menos verosímiles. Es decir, podrían ocurrir en cualquier momento, o ya han sucedido. Yo traté de imaginar qué podría ocurrir si a un profesor se le acusara de haber intentado seducir a una alumna. Fui, lentamente, imaginando las reacciones de sus compañeros, de sus alumnos, de su esposa, de sus amigos... Y esa exploración me llevó a terrenos que me dieron miedo. Comprendí que no hace falta que ciertos rumores sean verdad para que resulten devastadores. Una insidia, un comentario malicioso o una verdad enunciada a medias (también un silencio) pueden causar más daño del que podemos imaginar. Y esto es así porque no sabemos nada de los demás. No podemos leer sus mentes. Son enigmas para nosotros. Nos cruzamos con ellos en las aceras, en las cafeterías, en los ascensores o en el trabajo, e ignoramos lo que están pensando, lo que están sintiendo, lo que están tramando. Cuando el vecino de un criminal muestra su estupor ante las cámaras diciendo que no se esperaba algo así de él, porque parecía un hombre pacífico, amable y educado, está poniendo sobre la mesa la gran cuestión: ¿quiénes son los demás? Y la respuesta es terrible: no tenemos ni la más remota idea. Ésa es la angustia. Ésa es la zozobra. Y en ese pánico se basa Las grietas del infierno.
P.- Siempre supuse que era cierto, pero ha sido a partir de leerlo en tu novela, que me he confirmado en ello. Me refiero a “la chica con senos de película y estereofónicas piernas de top-model es perfectamente consciente del poder de sus armas”. Y pueden llegar a ser armas de destrucción, si no masiva, sí individual.
R.- Son armas tremendas. Y ellas lo saben. Las adolescentes actuales son bombas hormonales con pantalones vaqueros. Por eso el protagonista de mi novela se encuentra tan desarmado: porque cualquiera que se fije con un poco de cuidado en ellas acariciará la posibilidad de admitir que, viéndolas, no es raro que este hombre... He querido jugar con esa baza psicológica.
P.- Cito textualmente, “cualquier rumor puede ser propalado si uno se empeña en eso”, dime, ¿crees que la palabra puede matar?
R.- Gabriel Celaya, que era un idealista tremebundo (recordemos que abandonó su trabajo como ingeniero para dedicarse al cultivo de la poesía), decía que la poesía es un arma cargada de futuro. Pero no quiso admitir algo que, desde Goebbels, todos sabemos: que la palabra también puede ser un instrumento para matar. Lo dicho, lo no dicho, lo dicho a medias: todo puede adquirir condición asesina. Ernesto Sábato, en uno de sus ensayos magistrales, advirtió hace unas décadas sobre el peligro que puede suponer la comunicación audiovisual, puesta en manos de los demagogos. Pero yo creo que no hace falta ni siquiera un soporte de ese calibre: para calcinar la vida de un hombre basta otro hombre. Es así de fácil y de terrible.
P.- A lo largo de la narración muchos de los implicados en este caso de denuncia por acoso sexual toman la palabra, pero, como nos dices en la contraportada, tendrá que ser el lector quien emita su veredicto. En ese sentido, Las grietas del infierno es un rompecabezas que puede terminar completándose o no. ¿Todo lector encontrará las piezas?
R.- Quiero pensar que sí, porque de lo contrario habría hecho mal mi trabajo. Las piezas están ahí. Lo que ocurre es que he preferido que sean más un caleidoscopio que un rompecabezas: pueden ser armadas de distintas formas. La novela es sencilla de leer (o eso pretendí lograr), pero los niveles de reflexión sobre “lo que realmente ha ocurrido” tendrá que decidirlos el lector. Todos los lectores de la obra se transforman así en co-autores, y esa participación a mí me encanta.
P.- Sonia, Pablo, el padre, los amigos, el novio, el camarero, el director del colegio privado, el del público, los haces tan cercanos que en muchos momentos casi podemos decir que les conocemos.
R.- Un novelista tiene que ser un escultor de figuras de humo. Pero un escultor hábil, riguroso y serio. No puedes construir fantoches, ni marionetas, ni trampantojos. Tienes que elaborar sus cuerpos y sus corazones con la misma intensidad. Recordemos cualquier gran novela y veremos que, en su interior, hay grandes personajes. Es imposible que sea de otro modo. A mí me gusta mimar muchísimo a mis personajes, conocerlos, tratarlos como personas. Sólo así podré intentar que el lector participe de esa sensación. Si yo no los veo como entidades sólidas, será imposible que transmita esa imagen holográfica y espiritual a los lectores.
P.- Tu novela utiliza un amplio y rico vocabulario, un placer para el lector habitual, ¿no crees que puede ser un obstáculo para muchos lectores actuales?
R.- Sí, creo que sí es un obstáculo, pero el pundonor de los lectores está para salvar ese cúmulo de dificultades. Yo he manejado diccionarios leyendo a muchos autores. Y no se me han caído los anillos por eso. Cierta pedagogía mezquina y desnortada (a la que no fueron ajenos ni Neruda ni Benedetti, curiosamente) le ha hecho mucho daño a la cultura, haciendo creer que la misión del creador consiste en construir obras que estén al nivel de todo el mundo. Pues mire usted, no. Las obras de Elliot, Pound, Blake o Góngora plantean más dificultades formales, lingüísticas y de todo tipo que las de Azorín. Y si quiero leer a esos autores soy yo quien tiene que esforzarse. Nadie me obliga a hacerlo. Lo que resulta absurdo es pedirle a James Joyce que escriba para que lo entienda el lechero. Es el lechero quien se tiene que esforzar. Y a eso se le llama cultura. Democratizar la cultura se ha confundido demasiado con achatar la cultura. Y así nos va.
P.- Durante la narración citas varias obras, entre ellas Arde el mar, de Gimferrer y Juegos de la edad tardía, de Luis Landero. Yo, por mi parte, ya que es algo que me resulta curioso, casi siempre le pregunto al autor, ¿por qué esas y no otras?
R.- Me parecen dos obras fascinantes de la poesía y la novela. Son dos obras que me gustaría que mis alumnos leyeran. Podría haber cambiado a Gimferrer por Kavafis, o a Landero por Muñoz Molina, y tampoco hubiera pasado nada. En literatura, soy fervorosamente politeísta.
P.- Como dices en la página 74, ¿es la literatura un organismo vivo?
R.- Siempre. Por necesidad. De lo contrario, ingresaríamos en la filatelia. El libro tiene que estar constantemente diciéndonos cosas, cosas auténticas, cosas palpitantes. Y para que pueda hacerlo tiene que tener respiración, hálito, sangre hirviendo, nervio, entrañas. La Odisea tiene la energía de un adolescente, y por eso nos fascina aún en el siglo XXI.
P.- Cómo sabes cuando un texto que estás escribiendo es bueno o malo.
R.- Sólo un imbécil puede decir que un texto que está escribiendo es bueno. Eso no se le ocurre a nadie con sentido común. Mientras el texto se esta gestando en tu cabeza o en los folios, no sabes si es bonito o feo; y cuando lo lanzas al mundo, siempre le encuentras fallos, constantemente. El escritor inteligente siempre es autocrítico, siempre se cuestiona sus posibilidades y presuntos logros. En ese sentido, la literatura es una especie de anti-embarazo. Las madres siempre creen que su hijo es hermoso; y el escritor sensato procede al revés. Escribe una novela, la publica, luego lee a Muñoz Molina y se dice: “¿Cómo he tenido el valor de publicar lo mío?”.
P.: ¿La buena literatura está hecha por gente desobediente?
R.- La buena literatura es un misterio. Elige para manifestarse a las personas más diferentes del mundo. Recuerdo una frase de cine en la que un aspirante a escritor se queja de que no consigue escribir una obra maestra, y lo argumenta de un modo sorprendente: soy calvo, soy homosexual, tengo mil traumas... ¡soy un prototipo! Bien, pues lo que pasa es que no funciona así. No hay prototipos. Resulta que eres funcionario de tercera categoría del ayuntamiento de Granada, tienes un nombre tan anodino como “Antonio Muñoz Molina”, y de pronto pegas el zambombazo de llegar a la cúspide de la novela en español con tus dos o tres primeras obras. “El arte sucede”, decía el crítico Whistler. Y para suceder elige a sus propios muñidores. Es enojoso, pero es cierto.
P.- A casi todos mis entrevistados, al menos el los últimos tiempos, suelo plantearle un par de preguntas relacionadas con las palabras de Anuradha Roy, referentes a que escribir es al mismo tiempo un regalo y una opresión; o de Francisco Gijón, en el sentido de que nadie que es feliz escribe. Pero, tras nuestra conversación, estoy convencido de que Rubén Castillo es un hombre feliz, y sin embargo, escribe.
R.- Sí, soy feliz. Tengo a Marta, que es la mujer más perfecta del mundo; tengo dos hijos que son dos regalos de la Vida; tengo una salud hasta ahora envidiable... ¿Por qué no habría de ser feliz? Me despierto cada mañana sabiendo que soy un privilegiado, porque tengo trabajo, y una casa, y comida en la mesa, y unos pequeños ahorros. Y trato de ser agradecido con ese privilegio de la mejor manera que sé: tratando de saborear esas pequeñas y enormes alegrías. No tengo casa en la playa, pero tampoco la necesito; no tengo yate, pero tampoco es una primera necesidad para mí. Atesoro la felicidad de quienes sabemos vivir dichosos con lo que tienen, sin dejar que las tontunas del mundo exterior los idioticen. No tengo un descapotable, no tengo un millón de euros, no soy famoso, no salgo en la tele... pero soy feliz, muy feliz. Y escribo. Es así de fácil.
P.: Como escribes tanto relato como novela, sí voy a pedirte que me des tu opinión de estas palabras del japonés Haruki Murakami, quien comentó en una entrevista que escribir novela es un reto, escribir cuentos un placer, que es la diferencia entre plantar un bosque o plantar un jardín.
R.- Totalmente conforme. La novela plantea el reto de tener que construir un mundo verosímil, completo, cuajado de detalles, perfectamente arquitectado. El cuento participa mucho más de la pincelada, de la acuarela, de la sugerencia. De todas formas, el rigor estilístico, psicológico y hasta argumental que puede encontrarse en los cuentos de Pascual García o de Antonio Parra Sanz no se encuentra en demasiadas novelas. Se afronte el género que se afronte, hay que hacerlo siempre con la voluntad de la excelencia.
P.: Cristina Fernández Cubas definió el cuento como “algo misterioso y titánico, que va siempre más allá de la extensión que tiene”. ¿Cómo se soluciona el enigma?
R.- De ninguna manera. Y está bien que sea así. Las cosas más densas del mundo son las que siguen empapadas de enigma: el amor, la muerte, la religión, la maternidad, la literatura, el arte. No les podemos quitar el velo. Y por eso continúan atrayéndonos con energía.
P.- No sólo de letras vive el hombre. ¿Dónde podemos encontrar a Rubén Castillo en Internet? ¿Le dedica mucho tiempo a la red?
R.- Tengo un blog donde comento algunos de los libros que voy leyendo (www.rubencastillo.blogspot.com), y aparezco con cierta frecuencia en otros blogs, de donde me piden colaboraciones culturales. ¿El tiempo que le dedico? Pues en general no demasiado, pero es raro el día en que no visito la página de algunos amigos, buscando qué nuevas cosas comentan o dicen. La red es una especie de aleph borgiano, donde está todo. Conviene ir con tiento, para que no te absorba, pero es demencial renunciar a ella. Ofrece demasiadas cosas enriquecedoras como para permitirse el lujo de ignorarlas.
P.: Aunque ya has hablado de este tema, debo preguntarte, porque esta sección se llama Hablando de Libros, el futuro de los mismos, ¿cómo lo ve el bebedor compulsivo de café?
R.- Lo veo brillante y lleno de pujanza. Podrá cambiar de contenidos, podrán mutar su envoltorio (los organismos vivos varían constantemente), pero no morirán. Nadie podrá matarlos. No pudo McLuhan, así que figúrate. Los libros aprenderán a convivir con Internet, fomentarán simbiosis, se transformarán, pactarán alianzas con el ciberespacio. Como decía John Malkovich en una de sus películas: “Yo soy un superviviente”. Los libros también lo son. Enterrarán a sus enterradores.
Ha sido un auténtico placer.
Ha obtenido media docena de premios por sus relatos, así como dos galardones por sus novelas cortas: el premio Gabriel Sijé (Reina María) y el Ateneo de Valladolid (La mujer de la mecedora).
Vive en Molina de Segura y tiene dos hijos.
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Pregunta.- Te defines como profesor de literatura, crítico literario, escritor, padre de dos niños y bebedor compulsivo de café. No sé si el orden es el correcto, pero creo que falta lector pertinaz.
Respuesta.- El orden no es correcto, por cuestiones sentimentales. Lo primero que soy es padre de dos hijos... y luego todo lo demás. En ese bloque secundario el orden depende de los días. Hay jornadas en las que uno se levanta con ganas de escribir, con ganas de dar clase, con ganas de comentar libros ajenos. El impulso es variable. Y lo de lector pertinaz te lo acepto con agrado. Ten en cuenta que yo me he criado prácticamente en una biblioteca. Mi infancia transcurrió en compañía de mi tía Esperanza, que era bibliotecaria en Blanca. Yo hacía los deberes del colegio en las mesas de la biblioteca, y me aficioné a leer también allí. Agatha Christie, Enid Blyton, lo típico. Luego llegaron Saint-Exupéry con su Principito y Juan Ramón Jiménez con su Platero. Y de ahí en adelante ya no paré. Es raro el año que leo menos de cien o ciento veinte libros.
P.- Aún sin haberlas visto, estoy enamorado de dos bibliotecas: la de Antonio de los Reyes y la de Luis Alberto de Cuenca- y con ello no quiero olvidarme de la de mi amigo Jesús Maeso, que más que libros contiene un obstinado trabajo de recopilación-, tal vez debería añadir la de Rubén Castillo a mis amores platónicos.
R.- Pues a tu disposición está, lo sabes de sobra. Por suerte, la casa que tengo en Molina dispone de un garaje inmenso, que estoy habilitando como biblioteca. Por mi trabajo como crítico literario, las editoriales tienen la amabilidad de irme enviando obras y más obras; y las que me regalan los amigos que van publicando; y las que yo compro... Es un río amazónico y constante de entradas en casa. Debo tener unos siete mil volúmenes, pero dentro de diez años serán posiblemente el doble. Estoy dispuesto a tirar el sofá, las cuberterías y hasta la mesa del comedor, pero los libros caben todos. Parafraseando la conocida sentencia de Jesús, podría decir: “Dejad que los libros se acerquen a mí”.
P.- ¿Es el lector una especie en vías de extinción?
R.- No, no lo creo. De ninguna manera. Hace unos días conversaba con Francisco Giménez Gracia, amigo entrañable y Director General del Libro, Archivos y Bibliotecas, de este asunto, y ambos nos mostrábamos convencidos del aura de prestigio que rodea al “objeto libro” (llamémosle así). Ni los soportes electrónicos, ni nada que pueda venir, alcanzará a eliminar la mística indescifrable de las hojas impresas. De hecho, los socios de las bibliotecas aumentan año tras año, y las cifras de venta de libros no disminuyen. Al contrario, crecen. La gente tiene muy claro que puedes leer dos, tres, diez veces un poemario de Pascual García o una novela de Luis Leante, pero que si intenta hacer lo mismo con un partido de fútbol se aburrirá mucho antes. El lector es alguien cuyo espíritu se aquilata con las obras que va leyendo. El lector se hace espiritualmente fuerte con la lectura; y ya explicó Charles Darwin que los individuos más fuertes son los que sobreviven al final.
P.- Supongo que mientras existan colegios, institutos y demás instituciones enseñantes, y en ellas profesores como el profesor de tu novela Las grietas del infierno- y siga publicando ediciones críticas de Juan Ramón Jiménez- los lectores estaremos salvados y no nos veremos obligados a leer las etiquetas de los champús o utensilios de limpieza del aseo.
R.- El libro es inmortal. Su magia no puede ser explicada en una pizarra (como tampoco puede ser explicada la magia del amor o la de la muerte), y eso lo rodea de hechizo. Los libros nos ayudan a muscular nuestra imaginación y a agrandar nuestra fantasía. Y no conviene que olvidemos que, sin la imaginación y la fantasía, seguiríamos desollando ciervos en el interior de las cavernas. Son la imaginación y la fantasía las que, aunándose, han generado la curiosidad. Y la curiosidad es el carburante del espíritu humano. Los libros alimentan la curiosidad, nos regalan mundos nuevos en cada obra, nos muestran las palabras y los rostros de seres que alguien ha inventado para que nosotros los conozcamos, y eso es increíblemente hermoso. A un viejo fracasado, manco y pobre, se le ocurrió modelar con su fantasía a un tipo llamado Alonso Quijano, y desde entonces el mundo es diferente. No conviene que olvidemos ese detalle.
P.- Tu novela, con detalles de humor muy fino, es desgarradora. Decía en el comentario que sobre ella escribí que no sabía cuánto hay de realidad y cuanto de ficción. No sé si el autor nos lo puede aclarar.
R.- Los hechos que cuento no son autobiográficos, pero sí son reales, o al menos verosímiles. Es decir, podrían ocurrir en cualquier momento, o ya han sucedido. Yo traté de imaginar qué podría ocurrir si a un profesor se le acusara de haber intentado seducir a una alumna. Fui, lentamente, imaginando las reacciones de sus compañeros, de sus alumnos, de su esposa, de sus amigos... Y esa exploración me llevó a terrenos que me dieron miedo. Comprendí que no hace falta que ciertos rumores sean verdad para que resulten devastadores. Una insidia, un comentario malicioso o una verdad enunciada a medias (también un silencio) pueden causar más daño del que podemos imaginar. Y esto es así porque no sabemos nada de los demás. No podemos leer sus mentes. Son enigmas para nosotros. Nos cruzamos con ellos en las aceras, en las cafeterías, en los ascensores o en el trabajo, e ignoramos lo que están pensando, lo que están sintiendo, lo que están tramando. Cuando el vecino de un criminal muestra su estupor ante las cámaras diciendo que no se esperaba algo así de él, porque parecía un hombre pacífico, amable y educado, está poniendo sobre la mesa la gran cuestión: ¿quiénes son los demás? Y la respuesta es terrible: no tenemos ni la más remota idea. Ésa es la angustia. Ésa es la zozobra. Y en ese pánico se basa Las grietas del infierno.
P.- Siempre supuse que era cierto, pero ha sido a partir de leerlo en tu novela, que me he confirmado en ello. Me refiero a “la chica con senos de película y estereofónicas piernas de top-model es perfectamente consciente del poder de sus armas”. Y pueden llegar a ser armas de destrucción, si no masiva, sí individual.
R.- Son armas tremendas. Y ellas lo saben. Las adolescentes actuales son bombas hormonales con pantalones vaqueros. Por eso el protagonista de mi novela se encuentra tan desarmado: porque cualquiera que se fije con un poco de cuidado en ellas acariciará la posibilidad de admitir que, viéndolas, no es raro que este hombre... He querido jugar con esa baza psicológica.
P.- Cito textualmente, “cualquier rumor puede ser propalado si uno se empeña en eso”, dime, ¿crees que la palabra puede matar?
R.- Gabriel Celaya, que era un idealista tremebundo (recordemos que abandonó su trabajo como ingeniero para dedicarse al cultivo de la poesía), decía que la poesía es un arma cargada de futuro. Pero no quiso admitir algo que, desde Goebbels, todos sabemos: que la palabra también puede ser un instrumento para matar. Lo dicho, lo no dicho, lo dicho a medias: todo puede adquirir condición asesina. Ernesto Sábato, en uno de sus ensayos magistrales, advirtió hace unas décadas sobre el peligro que puede suponer la comunicación audiovisual, puesta en manos de los demagogos. Pero yo creo que no hace falta ni siquiera un soporte de ese calibre: para calcinar la vida de un hombre basta otro hombre. Es así de fácil y de terrible.
P.- A lo largo de la narración muchos de los implicados en este caso de denuncia por acoso sexual toman la palabra, pero, como nos dices en la contraportada, tendrá que ser el lector quien emita su veredicto. En ese sentido, Las grietas del infierno es un rompecabezas que puede terminar completándose o no. ¿Todo lector encontrará las piezas?
R.- Quiero pensar que sí, porque de lo contrario habría hecho mal mi trabajo. Las piezas están ahí. Lo que ocurre es que he preferido que sean más un caleidoscopio que un rompecabezas: pueden ser armadas de distintas formas. La novela es sencilla de leer (o eso pretendí lograr), pero los niveles de reflexión sobre “lo que realmente ha ocurrido” tendrá que decidirlos el lector. Todos los lectores de la obra se transforman así en co-autores, y esa participación a mí me encanta.
P.- Sonia, Pablo, el padre, los amigos, el novio, el camarero, el director del colegio privado, el del público, los haces tan cercanos que en muchos momentos casi podemos decir que les conocemos.
R.- Un novelista tiene que ser un escultor de figuras de humo. Pero un escultor hábil, riguroso y serio. No puedes construir fantoches, ni marionetas, ni trampantojos. Tienes que elaborar sus cuerpos y sus corazones con la misma intensidad. Recordemos cualquier gran novela y veremos que, en su interior, hay grandes personajes. Es imposible que sea de otro modo. A mí me gusta mimar muchísimo a mis personajes, conocerlos, tratarlos como personas. Sólo así podré intentar que el lector participe de esa sensación. Si yo no los veo como entidades sólidas, será imposible que transmita esa imagen holográfica y espiritual a los lectores.
P.- Tu novela utiliza un amplio y rico vocabulario, un placer para el lector habitual, ¿no crees que puede ser un obstáculo para muchos lectores actuales?
R.- Sí, creo que sí es un obstáculo, pero el pundonor de los lectores está para salvar ese cúmulo de dificultades. Yo he manejado diccionarios leyendo a muchos autores. Y no se me han caído los anillos por eso. Cierta pedagogía mezquina y desnortada (a la que no fueron ajenos ni Neruda ni Benedetti, curiosamente) le ha hecho mucho daño a la cultura, haciendo creer que la misión del creador consiste en construir obras que estén al nivel de todo el mundo. Pues mire usted, no. Las obras de Elliot, Pound, Blake o Góngora plantean más dificultades formales, lingüísticas y de todo tipo que las de Azorín. Y si quiero leer a esos autores soy yo quien tiene que esforzarse. Nadie me obliga a hacerlo. Lo que resulta absurdo es pedirle a James Joyce que escriba para que lo entienda el lechero. Es el lechero quien se tiene que esforzar. Y a eso se le llama cultura. Democratizar la cultura se ha confundido demasiado con achatar la cultura. Y así nos va.
P.- Durante la narración citas varias obras, entre ellas Arde el mar, de Gimferrer y Juegos de la edad tardía, de Luis Landero. Yo, por mi parte, ya que es algo que me resulta curioso, casi siempre le pregunto al autor, ¿por qué esas y no otras?
R.- Me parecen dos obras fascinantes de la poesía y la novela. Son dos obras que me gustaría que mis alumnos leyeran. Podría haber cambiado a Gimferrer por Kavafis, o a Landero por Muñoz Molina, y tampoco hubiera pasado nada. En literatura, soy fervorosamente politeísta.
P.- Como dices en la página 74, ¿es la literatura un organismo vivo?
R.- Siempre. Por necesidad. De lo contrario, ingresaríamos en la filatelia. El libro tiene que estar constantemente diciéndonos cosas, cosas auténticas, cosas palpitantes. Y para que pueda hacerlo tiene que tener respiración, hálito, sangre hirviendo, nervio, entrañas. La Odisea tiene la energía de un adolescente, y por eso nos fascina aún en el siglo XXI.
P.- Cómo sabes cuando un texto que estás escribiendo es bueno o malo.
R.- Sólo un imbécil puede decir que un texto que está escribiendo es bueno. Eso no se le ocurre a nadie con sentido común. Mientras el texto se esta gestando en tu cabeza o en los folios, no sabes si es bonito o feo; y cuando lo lanzas al mundo, siempre le encuentras fallos, constantemente. El escritor inteligente siempre es autocrítico, siempre se cuestiona sus posibilidades y presuntos logros. En ese sentido, la literatura es una especie de anti-embarazo. Las madres siempre creen que su hijo es hermoso; y el escritor sensato procede al revés. Escribe una novela, la publica, luego lee a Muñoz Molina y se dice: “¿Cómo he tenido el valor de publicar lo mío?”.
P.: ¿La buena literatura está hecha por gente desobediente?
R.- La buena literatura es un misterio. Elige para manifestarse a las personas más diferentes del mundo. Recuerdo una frase de cine en la que un aspirante a escritor se queja de que no consigue escribir una obra maestra, y lo argumenta de un modo sorprendente: soy calvo, soy homosexual, tengo mil traumas... ¡soy un prototipo! Bien, pues lo que pasa es que no funciona así. No hay prototipos. Resulta que eres funcionario de tercera categoría del ayuntamiento de Granada, tienes un nombre tan anodino como “Antonio Muñoz Molina”, y de pronto pegas el zambombazo de llegar a la cúspide de la novela en español con tus dos o tres primeras obras. “El arte sucede”, decía el crítico Whistler. Y para suceder elige a sus propios muñidores. Es enojoso, pero es cierto.
P.- A casi todos mis entrevistados, al menos el los últimos tiempos, suelo plantearle un par de preguntas relacionadas con las palabras de Anuradha Roy, referentes a que escribir es al mismo tiempo un regalo y una opresión; o de Francisco Gijón, en el sentido de que nadie que es feliz escribe. Pero, tras nuestra conversación, estoy convencido de que Rubén Castillo es un hombre feliz, y sin embargo, escribe.
R.- Sí, soy feliz. Tengo a Marta, que es la mujer más perfecta del mundo; tengo dos hijos que son dos regalos de la Vida; tengo una salud hasta ahora envidiable... ¿Por qué no habría de ser feliz? Me despierto cada mañana sabiendo que soy un privilegiado, porque tengo trabajo, y una casa, y comida en la mesa, y unos pequeños ahorros. Y trato de ser agradecido con ese privilegio de la mejor manera que sé: tratando de saborear esas pequeñas y enormes alegrías. No tengo casa en la playa, pero tampoco la necesito; no tengo yate, pero tampoco es una primera necesidad para mí. Atesoro la felicidad de quienes sabemos vivir dichosos con lo que tienen, sin dejar que las tontunas del mundo exterior los idioticen. No tengo un descapotable, no tengo un millón de euros, no soy famoso, no salgo en la tele... pero soy feliz, muy feliz. Y escribo. Es así de fácil.
P.: Como escribes tanto relato como novela, sí voy a pedirte que me des tu opinión de estas palabras del japonés Haruki Murakami, quien comentó en una entrevista que escribir novela es un reto, escribir cuentos un placer, que es la diferencia entre plantar un bosque o plantar un jardín.
R.- Totalmente conforme. La novela plantea el reto de tener que construir un mundo verosímil, completo, cuajado de detalles, perfectamente arquitectado. El cuento participa mucho más de la pincelada, de la acuarela, de la sugerencia. De todas formas, el rigor estilístico, psicológico y hasta argumental que puede encontrarse en los cuentos de Pascual García o de Antonio Parra Sanz no se encuentra en demasiadas novelas. Se afronte el género que se afronte, hay que hacerlo siempre con la voluntad de la excelencia.
P.: Cristina Fernández Cubas definió el cuento como “algo misterioso y titánico, que va siempre más allá de la extensión que tiene”. ¿Cómo se soluciona el enigma?
R.- De ninguna manera. Y está bien que sea así. Las cosas más densas del mundo son las que siguen empapadas de enigma: el amor, la muerte, la religión, la maternidad, la literatura, el arte. No les podemos quitar el velo. Y por eso continúan atrayéndonos con energía.
P.- No sólo de letras vive el hombre. ¿Dónde podemos encontrar a Rubén Castillo en Internet? ¿Le dedica mucho tiempo a la red?
R.- Tengo un blog donde comento algunos de los libros que voy leyendo (www.rubencastillo.blogspot.com), y aparezco con cierta frecuencia en otros blogs, de donde me piden colaboraciones culturales. ¿El tiempo que le dedico? Pues en general no demasiado, pero es raro el día en que no visito la página de algunos amigos, buscando qué nuevas cosas comentan o dicen. La red es una especie de aleph borgiano, donde está todo. Conviene ir con tiento, para que no te absorba, pero es demencial renunciar a ella. Ofrece demasiadas cosas enriquecedoras como para permitirse el lujo de ignorarlas.
P.: Aunque ya has hablado de este tema, debo preguntarte, porque esta sección se llama Hablando de Libros, el futuro de los mismos, ¿cómo lo ve el bebedor compulsivo de café?
R.- Lo veo brillante y lleno de pujanza. Podrá cambiar de contenidos, podrán mutar su envoltorio (los organismos vivos varían constantemente), pero no morirán. Nadie podrá matarlos. No pudo McLuhan, así que figúrate. Los libros aprenderán a convivir con Internet, fomentarán simbiosis, se transformarán, pactarán alianzas con el ciberespacio. Como decía John Malkovich en una de sus películas: “Yo soy un superviviente”. Los libros también lo son. Enterrarán a sus enterradores.
Ha sido un auténtico placer.
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