Manuel Moyano, Córdoba, 1963. Reside desde 1991 en Molina de Segura. Es autor de los libros de relatos El amigo de Kafka y El oro celeste, y de la novela La coartada del diablo. También ha dado a la imprenta el volumen misceláneo La memoria de la especie, así como una serie de obras que participan de la narrativa, el ensayo antropológico y el libro de viajes: Dietario mágico, Galería de apátridas y El lobo de periago.
Sus relatos, que transitan por la frontera entre lo realista y lo fantástico, han sido acogidos en diversas antologías, como Fábula rosa, Macondo boca arriba, Ficción Sur y Cuento, luego existo.
El pasado 23 de abril, El experimento Wolberg fue galardonado con el premio Libro Murciano del Año.
Una entrevista de Francisco Javier Illán Vivas
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Pregunta.- Cuando preparaba las líneas superiores, de su biografía, iba a escribir que El experimento Wolberg es su última obra, pero a primeros de marzo presentó otra, de relatos hiperbreves. ¿Se siente a gusto Manuel Moyano en las distancias literarias cortas?
Creo que escribir por puro placer es incompatible con las distancias largas. Escribir un relato, más aún un microrrelato, es algo equiparable a dibujar bocetos sobre un papel: algo divertido; si el resultado no nos gusta, se tira a la papelera y ya está: no hemos invertido demasiado tiempo en ello. Escribir una novela, por el contrario, equivale a pintar un gran lienzo, lo cual requiere planificación, tiempo y esfuerzo, y te somete a momentos de incertidumbre, alternados con algún que otro destello de euforia. Es decir, que la novela –al menos para mí– no es una distancia en la que me sienta muy cómodo. A la vez, dar por terminada una novela puede ser más satisfactorio, siempre que el resultado no haya quedado demasiado lejos de nuestras expectativas.
P.- A sus últimos relatos, incluso a la novela que ya comentamos en su momento, La coartada del diablo, se les ha puesto la etiqueta de fronterizos entre lo fantástico y lo real. Yo he encontrado que, partiendo de hechos más o menos imposibles o improbables, los va llevando hacia lo más común, aunque sea lo más inesperado, como ocurre en el relato El día de los dones.
Como lector y como escritor, el género fantástico es con el que más disfruto. Hablo del género fantástico en sentido estricto, que es distinto de la literatura maravillosa o de la ciencia ficción, y cuya característica principal reside, precisamente, en la introducción de un elemento anómalo en un entorno común. El cuento “El día de los dones” quizá no quede estrictamente enclavado en el género, ya que linda con lo onírico. Ciertamente, la idea de partida no es por entero original: hay antecedentes en el cuento “El puente sobre el río del Búho”, de Ambrose Bierce, y en la película “La escalera de Jacob”, de Adrian Lyne. Sin revelar la trama, diré que en la revisión que he hecho le he dado una vuelta de tuerca a la historia original, permitiendo que el protagonista goce de ciertos dones que anhelaba.
P.- ¿Realmente hay siempre gente dispuesta a creerse las explicaciones más inverosímiles?
No me cabe duda. Pese al galopante materialismo que –según proclaman los más agoreros– nos rodea por todas partes en la sociedad actual, la gente necesita algo de magia en sus vidas: necesitamos que todo esto tenga un sentido y, si no se lo encontramos, pues nos lo inventamos. Por eso, ni las religiones ni las creencias más o menos lindantes con el ocultismo han perdido preponderancia en nuestros días. Tal vez, incluso, hayan prosperado.
P.- El relato La bestia en su guarida me ha parecido tan cercano, con tanta verosimilitud que es imposible que ocurra. ¿Cómo surgen ideas que lleven a escribir un relato como el que le comento?
Aunque no siempre, normalmente trato de construir un relato a partir de una idea básica (o de una “tesis”, diríamos en plan pedante). “La bestia en su guarida” surge de un renglón que tenía anotado en mi cuaderno de apuntes, donde decía algo así como: “Un hombre se obsesiona con el vaticinio de que lo van a matar, hasta conseguir que ese vaticinio se cumpla”. Más tarde, descubrí que existe un término para esto: “profecía autocumplida”. En fin: esa idea estaba ahí larvada, hasta que encontré la ambientación y el tono para contarla, que en este caso me vino de los cuentos de Rafael Balanzá, autor de Crímenes triviales; de ahí que le haya dedicado esta pieza.
P.- Encadenándolo con lo anterior, es admirable su capacidad de despertar en el lector lo que Tolkien llamaba “fe secundaria” (o fe literaria), en el sentido de que crea en que lo que está ocurriendo dentro del relato es verdad, que, si bien es común a los siete relatos de este libro, lo aplico especialmente a Corsini contrariado.
Conseguir esto debe ser el propósito de todo escritor, y no conseguirlo es, de algún modo, haber fracasado. No conocía ese término atribuido a Tolkien, pero entre los anglosajones hay una expresión que viene a significar lo mismo, y que es suspension of disbelief, es decir, lo que podríamos traducir como “suspensión de incredulidad”. Se trata de que el lector deje a un lado la incredulidad, olvide que está descodificando signos impresos sobre una hoja, salidos de la mente de algún señor (o señora), y se zambulla en la historia. En el cine es más fácil conseguirlo, porque el realizador puede incidir sobre todos los sentidos del espectador (y, de hecho, a veces salimos de una película todavía inmersos en ella). Mucho más meritorio y, por tanto, más difícil, es conseguirlo en literatura.
P.- Ya que he citado al profesor Tolkien, El experimento Wolberg es un ejemplo de su habilidad para despertar lo que podríamos llamar un sentido de realidad, una marca de verosimilitud primaria, de credibilidad real en el relato.
Bueno, creo que he respondido a esta pregunta con la anterior, pero añadiré la importancia de incorporar detalles circunstanciales, elementos científicos, hechos históricos reales y otros instrumentos que permitan envolver todo en una atmósfera de credibilidad; que parezca que los hechos contados, si no ocurrieron realmente, al menos pudieron haber ocurrido. Por supuesto, hay que eliminar, minimizar o enmascarar todo aquello que pueda resultar inverosímil.
P.- Entre las muchas frases que he subrayado mientras leía los siete relatos, hay una que me viene a la memoria ahora mismo: un problema no existe si no se admite su existencia, muy apropiada para describir la reacción de gran parte de la humanidad ante el cambio climático que amenaza con acabar con la naturaleza que con tanto cariño nos ha descrito usted en libros de viajes.
No sé si esa especie de lema me lo he inventado o lo he leído en alguna parte, pero es algo que incluso nos puede resultar útil en la vida privada; al menos, para suprimir aquellos problemas que percibimos como tales pero que, realmente, no lo son. Otra cosa es hablar del cambio climático, que es algo mucho más serio, aunque no soy demasiado catastrofista: creo que la humanidad sabrá ir regulando sus actividades antes de que el planeta colapse.
P.- Siete relatos, como hemos venido diciendo, sobre la condición humana. ¿Cuánto hay de experiencia propia en ellos relatos?
Es un lugar común –pero no deja de ser cierto– que uno introduce mucho de sí mismo en sus escritos; a menudo, involuntariamente. Normalmente, los protagonistas de los relatos son trasposciones de mí mismo, aunque no una réplica exacta, claro. Pero, en gran medida, piensan, actúan y razonan como la haría yo en las mismas circunstancias… Sólo que, en los cuentos, todos esos rasgos están exagerados, a veces llevados hasta el esperpento.
P.- Está usted considerado como uno de los escritores más destacados de la actualidad. ¿Le supone eso una carga o un alivio cada vez que entrega un nuevo manuscrito a su editor?
La frase con que encabezas la pregunta es una exageración y está muy poco fundada, la verdad. Creo que no soy demasiado conocido fuera de ciertos círculos. Pese a ello, es cierto que me he alejado del estricto anonimato: hay unas cuantas personas a las que les han gustado mis libros anteriores. Te responderé, entonces, que sí supone para mí una cierta carga, en el sentido de que no quiero decepcionar a esas personas con mis nuevas entregas.
P.- Hablando de editor. Menoscuarto destaca en la contraportada de este libro que usted forma parte de una generación de narradores españoles que, asumiendo su propia tradición, bebe además de la literatura de las dos Américas. ¿Qué autores le influyen o le han influido?
No voy a citar nombres, porque la lista sería larga. Hablaré de “bloques” de escritores que me han gustado e influido: los sudamericanos de las décadas 40-70 del pasado siglo, los británicos a caballo entre los siglos XIX y XX, y algunos norteamericanos del siglo XX. Te hablo a grandes rasgos: hay muchos autores que no están en estos tres grupos y también me han gustado e influido.
P.- Creo que es usted de los pocos, poquísimos, autores que no cuentan con una ciberpágina o una bitácora personal. ¿Está reñido con las nuevas tecnologías?
No, no estoy reñido con ellas, aunque tampoco soy un amante del ciberespacio. Se me hace cuesta arriba leer blogs, formar parte de algún facebook, entrar en un chat, bajarme películas o canciones del e-mule o ver vídeos en Youtube. No sé si iré entrando poco a poco en ello: nunca digas de esta agua no beberé. Por otro lado, la verdad que llevar una bitácora personal me parece algo excesivamente narcisista, y no es que yo no sea narcisista, pero tampoco me apetece proclamarlo a los cuatro vientos.
P.: La primera vez que le entrevisté ya se lo pregunté, pero ha pasado el suficiente tiempo, como para volver a preguntarle cómo ve el futuro de los libros.
Es una incógnita total. Los libros, en cuanto que proveedores de historias o de información, creo que nunca desaparecerán del todo. Otra cosa es que se mantenga el formato actual, en papel. Cada vez empiezo a estar más convencido de que el e-book o libro electrónico terminará por implantarse. No entre los de nuestra edad, por supuesto: jamás podremos renunciar al libro clásico. Pero nosotros desapareceremos, claro. Habría que ser adivino para saber lo que ocurrirá dentro de tres o cuatro generaciones.
Ha sido un placer volver a charlar con usted.
El placer ha sido mío. Gracias por su paciencia.
Sus relatos, que transitan por la frontera entre lo realista y lo fantástico, han sido acogidos en diversas antologías, como Fábula rosa, Macondo boca arriba, Ficción Sur y Cuento, luego existo.
El pasado 23 de abril, El experimento Wolberg fue galardonado con el premio Libro Murciano del Año.
Una entrevista de Francisco Javier Illán Vivas
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Pregunta.- Cuando preparaba las líneas superiores, de su biografía, iba a escribir que El experimento Wolberg es su última obra, pero a primeros de marzo presentó otra, de relatos hiperbreves. ¿Se siente a gusto Manuel Moyano en las distancias literarias cortas?
Creo que escribir por puro placer es incompatible con las distancias largas. Escribir un relato, más aún un microrrelato, es algo equiparable a dibujar bocetos sobre un papel: algo divertido; si el resultado no nos gusta, se tira a la papelera y ya está: no hemos invertido demasiado tiempo en ello. Escribir una novela, por el contrario, equivale a pintar un gran lienzo, lo cual requiere planificación, tiempo y esfuerzo, y te somete a momentos de incertidumbre, alternados con algún que otro destello de euforia. Es decir, que la novela –al menos para mí– no es una distancia en la que me sienta muy cómodo. A la vez, dar por terminada una novela puede ser más satisfactorio, siempre que el resultado no haya quedado demasiado lejos de nuestras expectativas.
P.- A sus últimos relatos, incluso a la novela que ya comentamos en su momento, La coartada del diablo, se les ha puesto la etiqueta de fronterizos entre lo fantástico y lo real. Yo he encontrado que, partiendo de hechos más o menos imposibles o improbables, los va llevando hacia lo más común, aunque sea lo más inesperado, como ocurre en el relato El día de los dones.
Como lector y como escritor, el género fantástico es con el que más disfruto. Hablo del género fantástico en sentido estricto, que es distinto de la literatura maravillosa o de la ciencia ficción, y cuya característica principal reside, precisamente, en la introducción de un elemento anómalo en un entorno común. El cuento “El día de los dones” quizá no quede estrictamente enclavado en el género, ya que linda con lo onírico. Ciertamente, la idea de partida no es por entero original: hay antecedentes en el cuento “El puente sobre el río del Búho”, de Ambrose Bierce, y en la película “La escalera de Jacob”, de Adrian Lyne. Sin revelar la trama, diré que en la revisión que he hecho le he dado una vuelta de tuerca a la historia original, permitiendo que el protagonista goce de ciertos dones que anhelaba.
P.- ¿Realmente hay siempre gente dispuesta a creerse las explicaciones más inverosímiles?
No me cabe duda. Pese al galopante materialismo que –según proclaman los más agoreros– nos rodea por todas partes en la sociedad actual, la gente necesita algo de magia en sus vidas: necesitamos que todo esto tenga un sentido y, si no se lo encontramos, pues nos lo inventamos. Por eso, ni las religiones ni las creencias más o menos lindantes con el ocultismo han perdido preponderancia en nuestros días. Tal vez, incluso, hayan prosperado.
P.- El relato La bestia en su guarida me ha parecido tan cercano, con tanta verosimilitud que es imposible que ocurra. ¿Cómo surgen ideas que lleven a escribir un relato como el que le comento?
Aunque no siempre, normalmente trato de construir un relato a partir de una idea básica (o de una “tesis”, diríamos en plan pedante). “La bestia en su guarida” surge de un renglón que tenía anotado en mi cuaderno de apuntes, donde decía algo así como: “Un hombre se obsesiona con el vaticinio de que lo van a matar, hasta conseguir que ese vaticinio se cumpla”. Más tarde, descubrí que existe un término para esto: “profecía autocumplida”. En fin: esa idea estaba ahí larvada, hasta que encontré la ambientación y el tono para contarla, que en este caso me vino de los cuentos de Rafael Balanzá, autor de Crímenes triviales; de ahí que le haya dedicado esta pieza.
P.- Encadenándolo con lo anterior, es admirable su capacidad de despertar en el lector lo que Tolkien llamaba “fe secundaria” (o fe literaria), en el sentido de que crea en que lo que está ocurriendo dentro del relato es verdad, que, si bien es común a los siete relatos de este libro, lo aplico especialmente a Corsini contrariado.
Conseguir esto debe ser el propósito de todo escritor, y no conseguirlo es, de algún modo, haber fracasado. No conocía ese término atribuido a Tolkien, pero entre los anglosajones hay una expresión que viene a significar lo mismo, y que es suspension of disbelief, es decir, lo que podríamos traducir como “suspensión de incredulidad”. Se trata de que el lector deje a un lado la incredulidad, olvide que está descodificando signos impresos sobre una hoja, salidos de la mente de algún señor (o señora), y se zambulla en la historia. En el cine es más fácil conseguirlo, porque el realizador puede incidir sobre todos los sentidos del espectador (y, de hecho, a veces salimos de una película todavía inmersos en ella). Mucho más meritorio y, por tanto, más difícil, es conseguirlo en literatura.
P.- Ya que he citado al profesor Tolkien, El experimento Wolberg es un ejemplo de su habilidad para despertar lo que podríamos llamar un sentido de realidad, una marca de verosimilitud primaria, de credibilidad real en el relato.
Bueno, creo que he respondido a esta pregunta con la anterior, pero añadiré la importancia de incorporar detalles circunstanciales, elementos científicos, hechos históricos reales y otros instrumentos que permitan envolver todo en una atmósfera de credibilidad; que parezca que los hechos contados, si no ocurrieron realmente, al menos pudieron haber ocurrido. Por supuesto, hay que eliminar, minimizar o enmascarar todo aquello que pueda resultar inverosímil.
P.- Entre las muchas frases que he subrayado mientras leía los siete relatos, hay una que me viene a la memoria ahora mismo: un problema no existe si no se admite su existencia, muy apropiada para describir la reacción de gran parte de la humanidad ante el cambio climático que amenaza con acabar con la naturaleza que con tanto cariño nos ha descrito usted en libros de viajes.
No sé si esa especie de lema me lo he inventado o lo he leído en alguna parte, pero es algo que incluso nos puede resultar útil en la vida privada; al menos, para suprimir aquellos problemas que percibimos como tales pero que, realmente, no lo son. Otra cosa es hablar del cambio climático, que es algo mucho más serio, aunque no soy demasiado catastrofista: creo que la humanidad sabrá ir regulando sus actividades antes de que el planeta colapse.
P.- Siete relatos, como hemos venido diciendo, sobre la condición humana. ¿Cuánto hay de experiencia propia en ellos relatos?
Es un lugar común –pero no deja de ser cierto– que uno introduce mucho de sí mismo en sus escritos; a menudo, involuntariamente. Normalmente, los protagonistas de los relatos son trasposciones de mí mismo, aunque no una réplica exacta, claro. Pero, en gran medida, piensan, actúan y razonan como la haría yo en las mismas circunstancias… Sólo que, en los cuentos, todos esos rasgos están exagerados, a veces llevados hasta el esperpento.
P.- Está usted considerado como uno de los escritores más destacados de la actualidad. ¿Le supone eso una carga o un alivio cada vez que entrega un nuevo manuscrito a su editor?
La frase con que encabezas la pregunta es una exageración y está muy poco fundada, la verdad. Creo que no soy demasiado conocido fuera de ciertos círculos. Pese a ello, es cierto que me he alejado del estricto anonimato: hay unas cuantas personas a las que les han gustado mis libros anteriores. Te responderé, entonces, que sí supone para mí una cierta carga, en el sentido de que no quiero decepcionar a esas personas con mis nuevas entregas.
P.- Hablando de editor. Menoscuarto destaca en la contraportada de este libro que usted forma parte de una generación de narradores españoles que, asumiendo su propia tradición, bebe además de la literatura de las dos Américas. ¿Qué autores le influyen o le han influido?
No voy a citar nombres, porque la lista sería larga. Hablaré de “bloques” de escritores que me han gustado e influido: los sudamericanos de las décadas 40-70 del pasado siglo, los británicos a caballo entre los siglos XIX y XX, y algunos norteamericanos del siglo XX. Te hablo a grandes rasgos: hay muchos autores que no están en estos tres grupos y también me han gustado e influido.
P.- Creo que es usted de los pocos, poquísimos, autores que no cuentan con una ciberpágina o una bitácora personal. ¿Está reñido con las nuevas tecnologías?
No, no estoy reñido con ellas, aunque tampoco soy un amante del ciberespacio. Se me hace cuesta arriba leer blogs, formar parte de algún facebook, entrar en un chat, bajarme películas o canciones del e-mule o ver vídeos en Youtube. No sé si iré entrando poco a poco en ello: nunca digas de esta agua no beberé. Por otro lado, la verdad que llevar una bitácora personal me parece algo excesivamente narcisista, y no es que yo no sea narcisista, pero tampoco me apetece proclamarlo a los cuatro vientos.
P.: La primera vez que le entrevisté ya se lo pregunté, pero ha pasado el suficiente tiempo, como para volver a preguntarle cómo ve el futuro de los libros.
Es una incógnita total. Los libros, en cuanto que proveedores de historias o de información, creo que nunca desaparecerán del todo. Otra cosa es que se mantenga el formato actual, en papel. Cada vez empiezo a estar más convencido de que el e-book o libro electrónico terminará por implantarse. No entre los de nuestra edad, por supuesto: jamás podremos renunciar al libro clásico. Pero nosotros desapareceremos, claro. Habría que ser adivino para saber lo que ocurrirá dentro de tres o cuatro generaciones.
Ha sido un placer volver a charlar con usted.
El placer ha sido mío. Gracias por su paciencia.
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