sábado, 23 de octubre de 2010

Guillermo Carnero y su visión de Miguel Hernández

GUILLERMO CARNERO: “MIGUEL HERNÁNDEZ FUE UNO DE LOS POETAS MEJOR DOTADOS DEL SIGLO XX

Entrevista de Fulgencio Martínez




Guillermo Carnero es el poeta de la generación de los novísimos que más ha evolucionado, produciéndose en su última etapa, a partir de Verano inglés y Espejo de gran niebla, una profundización en el valor dialogal, comunicativo de la palabra poética. Es la suya una palabra sentida y meditada sobre los temas eternos de la gran poesía y del hombre: la muerte, la experiencia de la temporalidad, y el anhelo humano de inmortalidad por medio de esa esfera de significación que es el arte.

Ha publicado, recientemente, Cuatro noches romanas (Tusquets), un poema meditativo donde, esta vez con escenario romano, el poeta dialoga con la presencia de la Muerte, renovando la tradición medieval que presenta a la Muerte en el marco moral cristiano de un contemptus mundi (desprecio del mundo) o espejo de desengaños, pero donde Carnero aporta las preocupaciones constantes de su poética (la reflexión sobre la temporalidad y la relación entre arte y vida), convirtiendo el espejo moral de la Muerte en un espejo metafísico, vivencial y educativo (al reinterpretarnos de nuevo la relación del arte con la devastación y el olvido que aportan el tiempo y la muerte).

Más aún que en su anterior libro, Fuente de Médicis, que, con escenario parisino, proponía un diálogo entre la juventud y la senectud acechada, entre las verdes pasiones, la sensibilidad juvenil y la reflexión, la consciencia del hombre maduro (aleteando frente a él en lo gris, rica de imágenes de vida), y, en el fondo, una disputa entre la vita activa (de goce y dolor de los impulsos) y la vita contemplativa (de goce y dolor por las representaciones, en la memoria personal y en el arte); en Cuatro noches romanas el poeta se atreve a dar un paso más allá: propone una lección vital, una enseñanza afirmativa, a contrario de la ascética tradicional: una invitación a no renunciar a ser uno mismo (hasta llevar al límite la lucidez) y, al mismo tiempo, a gozar las gracias del mundo.

No sé si el autor estará muy de acuerdo con esta interpretación; ya sabemos que la poesía, tan limitada por los papistas seguidores de la Generación del 27 - no, por cierto. por los propios poetas de esta generación-, excluyó el didactismo del poema, aparte de otras cosas: la anécdota, la sentimentalidad, el mensaje social, etc. Hoy son polémicas estériles aquellas sobre la poesía pura, pero de ese polvo aún colea algún lodo... Sobre el libro último de Guillermo Carnero y sobre estos aspectos, sin duda opinables, trataremos en el próximo número de Ágora.

Pero, aquí y ahora, estamos para preguntarle unas cuestiones a Guillermo, que es, por ser poeta, uno de los más lúcidos analistas y estudiosos de la poesía contemporánea. Sobran aquí las referencias bibliográficas a la labor crítica de Guillermo Carnero. Se le reconoce como uno de los mejores estudiosos de la poesía de Miguel Hernández, un poeta tan olvidado por la generación del 70 y el 80, que algunos poetas de esa generación como José María Alvárez confiesa no interesarle nada de Miguel Hernández, y en general el culturalismo y la poesía de la experiencia han tenido otras referencias magistrales de acuerdo con sus respectivos intereses ideológicos y poéticos.



P. Como poeta y como lector de poesía, ¿qué significa para ti la obra de Miguel Hernández?

Ante todo es una lección de Historia, un yacimiento arqueológico privilegiado para encontrar, en estratos perfectamente definidos, las etapas por las que pasa la poesía española en las décadas cuarta y quinta del siglo pasado. Miguel escribió excelentes poemas “puros”, como los de García Lorca, Salinas o Guillén; poemas ultragongorinos, mucho mejores que los de Alberti, Gerardo Diego y Gil-Albert; poemas “impuros” como los de Neruda, Aleixandre o Vallejo; y los mejores, más sinceros y convincentes de cuantos poemas comprometidos y de combate produjo la guerra civil española. Y por si fuera poco, en sus últimos años – la época del Cancionero y romancero de ausencias – dio una inmejorable anticipación de lo que iba a ser la llamada “rehumanización de posguerra”. Es difícil que un poeta de tan corta vida (32 años) haya dado tanto a la literatura de su país y su idioma.


P. ¿Con qué aspectos de la poesía de Miguel Hernández te identificas más hoy en día?

Creo que la labor de Miguel está muy directamente arraigada en unas coordenadas temporales precisas, y que fuera de ellas pierde buena parte de su sentido. Así que ya que me formulas esa pregunta en un terreno estrictamente personal que excluye las valoraciones objetivas – ya expuestas en la pregunta anterior –, y se refiere exclusivamente a mi propia vida interior como poeta, te diría que con ninguno de esos aspectos, aunque me siento más próximo, por curioso que pueda parecer, al que cristaliza en El rayo que no cesa. Lo que no significa que sea para mí un modelo.


P. ¿A qué causas crees que se debió el olvido de la obra de Miguel Hernández por los poetas españoles de los 70 y 80?


Sobre los poetas del 80 no me corresponde contestar. En cuanto a los de mi época, ese “olvido” no era desconocimiento, sino un respeto que, sin embargo, no llegaba a la sintonía que desemboca en el magisterio. El distanciamiento al que me refiero se debió, sin duda, a que teníamos otros retos que afrontar, en una época muy distinta a la que a Miguel le tocó. Miguel estaba llamado, creo yo, a interesar más a los poetas del 50 que a nosotros los del 70. En nuestra época de ruptura, estaba más bien al otro lado.


P. Miguel Hernández todavía para algunos es un poeta tosco, no artístico, o demasiado fácil o, incluso, retórico. Aclaremos esto: ¿me puedes decir ejemplos de poetas no toscos, artísticos, difíciles o, de escritura sencilla, que hayan renovado más que Miguel Hernández en todo el siglo XX, o incluso, desde el Barroco hasta aquí? Pienso en los géneros de la poesía, la social, la intimista, la popular, la neogongorina-cubista, la existencial; y pienso en los modos: el poema fúnebre, la elegía, la canción revolucionaria, la canción de cuna o de centinela, el soneto amoroso, etc.


Nadie que sepa leer poesía podría decir nunca que Hernández es un poeta torpe o tosco. Al contrario, fue uno de los mejor dotados del siglo XX para la escritura poética, con una admirable capacidad para adquirir cualquier registro técnico o temático. Esa capacidad tuvo, con todo, un lado discutible, porque fue también mimetismo, y lo hay en la época de Perito en lunas, hasta que Miguel, a mediados de 1935, alcanza su voz propia. En cuanto a las apuestas de hipódromo, renuncio al juego; la literatura se hace siempre entre muchos, y no es una carrera de caballos.


P. ¿Qué crees que significará en un futuro la poesía de Miguel Hernández?

Es difícil saberlo. Las circunstancias tendrían que cambiar mucho para que alcanzara actualidad viva. Pero eso deberían contestarlo los jóvenes.


P. En el suplemento dominical de El País (7 de marzo de 2010) dedicado a Miguel Hernández se le presenta como “un gran escritor”, no como un gran poeta, que fue, según creemos nosotros. Si nos acordásemos de aquello que dijo de sí mismo el mayor de nuestros escritores, Miguel de Cervantes, aquello de que le negó el cielo la gracia de ser poeta, tal vez podríamos ser más exactos y quizá más generosos a la hora de calificar a Miguel Hernández. Grandes poetas, en nuestra lengua, han sido, creemos, Jorge Manrique, San Juan de la Cruz, Lorca y Miguel Hernández. ¿O cuáles son según Guillermo Carnero? ¿Miguel Hernández fue algo distinto a un gran escritor, algo más (o menos, o en todo caso distinto) a ser gran poeta, palabra que implica un poder significante y emocional que está más allá del texto literario y de la propia escritura?

No tengo presente ese dominical, pero no veo en principio que haya nada peyorativo en llamar “gran escritor” a un gran poeta, ya que la poesía es una modalidad o provincia de la escritura. Todo gran poeta es un gran escritor, pero no a la inversa. De todos modos, yo creo también que Miguel fue ante todo poeta, más que dramaturgo o prosista. En cuanto a los grandes poetas en nuestra lengua, hay muchos más, según desde dónde se mire, y según de cuántos quilates se quiera el IBEX literario. A mí no me gustan los cánones: tienen algo de inquisitorial. La literatura se limita a los llamados “grandes” sólo para quienes tienen falta de conocimientos y de tiempo. Cuánta delicia hay en poemas ignorados de poetas menores y medianos. Yo veo cada vez más la literatura como un ecosistema, que se vendría abajo si sólo hubiera águilas, leones, orquídeas y esturiones.


P. En relación con esto último, la poesía de Miguel replantea todos los tópicos sobre la relación entre poesía y literatura, entre texto poético y escritura, y habla de un olvido de la poesía en los brazos sedantes de la literatura. ¿Qué piensas de eso? ¿Cuál es para ti el compromiso y la función del poeta en el siglo XXI?


No veo la singularidad de Hernández ante cuestiones tan generales. Para mí el compromiso del poeta es y ha sido siempre el mismo: explorar nuevos territorios de lo hasta entonces indecible; extender el autoconocimiento que la verdadera poesía proporciona. En cuanto a la función efectiva, no sé si tiene alguna que pueda ejercer, dada su escasa audiencia.


P. Por último, una pregunta “técnica” y otra estética. Para sorpresa de muchos críticos, tú has vuelto al soneto en alguno de tus libros como Divisibilidad indefinida, aunque ya mucho antes te había interesado experimentar esa forma clásica. Es inevitable que te pregunte por tu opinión sobre la maestría de Miguel Hernández en El rayo que no cesa, y por tu propia intención como fiel perseguidor de Violante, al usar el soneto a contracorriente.


Sólo en uno, Divisibilidad indefinida (1990). Lo hice porque necesitaba un cauce de contención, reposo y serenidad. El soneto es para mí como un féretro de cristal (en féretros de espuma cadáveres de rosa), y lo mismo que otras estrofas (octava, décima, terceto) facilita la concentración del pensamiento que se quiere entibiado, y actualiza y confirma la aridez de los místicos, y las pasiones frías que nos enseñaron Mallarmé y Valéry.

Miguel Hernández fue un gran sonetista, como otros muchos poetas españoles y no españoles. A mi modo de ver, Miguel necesitó el soneto cuando su emoción desbordante corría el peligro de salirse de cauce, cuando sintió la necesidad de una disciplina serenadora que le proporcionara cierta sobriedad; lo consiguió, y así la que la tensión queda realzada por el contraste con el molde que casi estalla al contenerla.


P. La pregunta “estética” parte de una apreciación mía: sobre el barroco como “teoría de la visión” compartida por ti y por Miguel Hernández. Quizá puede el profesor poeta iluminarme más esa vaga noción mía que sugiere que ambas poéticas, la de Miguel Hernández y la de Guillermo Carnero, sean, cada una a su modo, las dos proyecciones modernas “naturales” de esa teoría de la visión barroca.


El Barroco es tanto exuberancia estética como conciencia de su vanidad, y deseo de hacerla emocionalmente patente no a través del ascetismo de la doctrina abstracta, sino por medio del deslumbramiento y luego el desengaño de los sentidos. Para mí sería un gran honor tener algo en común con lo mejor de Miguel Hernández, pero creo que en cuanto a formación, fuentes, preocupaciones y motivaciones, cada cual tiene su propio pedigree. Miguel fue “viva moneda que nunca se volverá a repetir”.

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